
Mi madre siempre cuenta que llovía insistentemente,
que una gran tormenta flotaba sobre su cabeza, mientras mi hermano Jorge nacía.
Incluso, puedo recordar con toda
precisión que una vez en la gran fiesta que se ofreció con motivo de la boda de
uno de mis primos mayores, alguien puso en su mano una copita de anís y tras
mojar sus labios en ella, le escuché contar entre dientes -casi como rezando-
que, a través del cristal del paritorio vio un Ángel sentado en el alfeizar de
la ventana, mirando como su niño nacía, mientras la lluvia, insistente, le
mojaba las blancas alas.
Jorge era mi hermano mayor, aunque siempre lo consideré mi hermano pequeño,
porque nació con una extraña enfermedad -que nuestra familia heredaba al igual
que las ganas de trabajar o la poca fortuna en los muchos quehaceres que emprendíamos
-que lo convertía en un eterno niño pequeño.
No les cogió a mis padres de sorpresa cuando el médico se lo confirmó,
porque ya una de mis primas mayores había nacido con esta tara, esta muerte en
vida que te acortaba la existencia condenándote a pasar la vida siendo un
adulto encerrado en el cuerpo de un niño, sintiendo como tu interior crecía-
para desesperarte sin poder hacer nada- viendo como tus huesos seguían obstinadnos
en permanecer inalterables.
Y todo motivado por el amor que se profesaban los primos hermanos de
nuestra familia que, una y otra vez, cruzaban su sangre sin que nada ni nadie
pudiera desalentarlos a que lo hicieran.
Mis propios padres eran primos hermanos y fueron severamente
advertidos por mis abuelos para que no contrajeran matrimonio e incluso les
retiraron la palabra cuando se escaparon para hacer su amor realidad, pero aun así,
ellos siguieron adelante y nunca sintieron pena, ni temor, ni angustia, y mucho
menos dolor por el desarrollo de sus actos, porque su amor entre ellos y hacia nosotros,
sus hijos, era tan fuerte que creían firmemente que nada malo podía
traspasarlo.
Me enseñaron a tratar a mi hermano como un niño normal y como un niño
normal lo consideré siempre, hasta que en el colegio un compañero me abrió los
ojos sobre la pequeñez e indefensión que mi conciencia no quería asumir como
cierta.
Entonces caí en la cuenta de las veces que le había sacado en brazos,
furioso y exhausto al mismo tiempo, de peleas con gigantones de menor edad que él,
que lo insultaban con crueldad, recordé de inmediato la de situaciones
comprometidas en las que su cerebro audaz lo hacía adentrarse para terminar
casi siempre pidiéndome el rescate a voz en grito, desde la copa de un árbol o
el tejado de la casa del campo, hasta donde se había subido para rescatar a un
pajarillo aun mas perdido que él o al estúpido gato del vecino.
De todas formas no me importaba, principalmente, porque a quién no le
gusta ser un héroe rescatador siempre a la conquista de nuevas a venturas,
pero, sobre todo, he de reconocerlo, porque si había algo bajo el cielo que yo
admirase y amase por encima de todas las cosas
de seguro que era mi hermano
Pero como suele pasar con los malos momentos de la vida o los peores recuerdos,
o la sinceridad que mas odiamos, que, a pesar de ser superadas se nos aparecen
luego en la fatalidad de los sueños, esta verdad sin tapujos del que yo creía
mi amigo hizo que desde entonces miles de preguntas me rondaran entre sueños, abordándome
en mitad de la noche, que miles de veces los labios apartaran ,tragándosela con
rabia, la interrogación que ya nacía en ellos ,porque la sonrisa de mi madre
que lo iluminaba todo, la caricia presta de mi padre o la bondad natural en los
ojos de Jorge conseguían acallar cualquier duda.
Poco a poco, casi sin darme cuanta me fui convirtiendo en su protector
a tiempo completo, aquel que se especializaba cada segundo velando para que en
el colegio no lo acribillaran con la curiosidad o los malos modos de unos pocos,
para que en el camino a casa no lo molestaran con la ignorancia o la malicia de
muchos, para que en la normalidad de su vida nadie lo ofendiera, dañara o
perjudicara diciendo algo que él no quería oír y mucho menos saber.
Pero como siempre suele ocurrir, llegó un momento en que mi propia vida,
mis amigos, las chicas, las motos o esa cadena que forja el destino de cada uno,
me reclamaban con urgencias de necesidades nuevas, llevándome por un camino que
ya no era el mismo, un camino que ya no podíamos andar los dos de la mano, como
cuando éramos pequeños, aunque así lo quisiéramos.
Jorge lo entendió sin tener que decírselo, porque las palabras nunca
hicieron falta entre nosotros, lo comprendió porque su propia vida que se
acortaba a más velocidad que la de cualquiera, urgiéndole, llevándole a hacer múltiples
cosa que entonces yo no entendía, ni me molestaba en comprender.
Porque Jorge con sus cortos ahorros había alquilado un local, que era
incapaz de seguir pagando y en el que acogió a indeseables, a borrachos, a tullidos,
a despojos humanos, a renegados de la vida, a drogadictos y a mujerzuelas viejas,
que muchas veces en su desesperación lo vapuleaban y ofendían pidiéndole lo que
él no podía darles, dinero, droga o mas comida.
Pero eso no le importaba, ni se desesperaba con los malos días, porque
decía que el ser humano, la esencia del hombre puro, estaba muy por encima de
cualquier mal momento pasajero.

Algunas veces- pocas he de reconocerlo-me obligó casi a que le
acompañara a aquel antro ,que se mantenía a duras penas con la caridad de los
vecinos, para que le echara una mano en la limpieza o aunque solo fuera
escuchando las palabras de los desgraciados que por allí aparecían.
Fue mía la idea del nombre por el que se conocería entre la gente de
la calle a aquel viejo antro viendo sobre un camastro a un borracho cantando,
una mujerzuela jugando a las cartas con un drogata con los temblores del mono
sobre una mesa astillada y vencida y una abuela tiritando de frio en un rincón.
-Joder, Jorge, le dije, aquí lo que necesitáis es un quitapenas, pero
la abuela me sonrió con su boca sin dientes, la mujer perdida de la vida y el
muchacho que sufría en silencio por la ausencia de droga me miraron por un
momento y el borracho alzó su voz más fuerte, calentándonos el corazón con las
estrofas de su canción.
Ese día aprendí algo, algo que tal vez se perdió en mi memoria hasta
el día que murió mi hermano, pero que desde entonces vuelve a mí con más insistencia.
Esa fe que él tenía, esa confianza ciega en que lo podemos lograr, ese creer
que nuestros sueños pueden hacerse realidad algún día si lo intentamos de corazón,
porque él vivía como cierto que la lucha
comienza cada vez que queramos y que la vida siempre nos puede enseñar su mejor
cara si en ella confiamos con entereza.
Yo imbécil de mi, creía tener toda la suerte del mundo porque mi
cuerpo crecía libre de la enfermedad que lo acosaba ,creí ser un elegido del
destino porque era normal, porque mis pies y mis manos estaban donde debían estar,
porque corría fuerte y sano, porque las chicas reían mis bobadas y tenía
multitud de amigos.
Me sentía superior porque mis ojos veían la claridad del sol y mis oídos
podían gozar con los sonidos que día a día iban naciendo a mí alrededor, auque
en realidad nada viera ni oyera más que el eco de mi propia soberbia.
Ya me veía alcanzando cualquier cima porque no estaba tocado por la
droga ni la miseria de la pobreza o la iniquidad, ya me sentía un poco Dios y
un mucho por encima del resto de los humanos, porque mi cuerpo podía ser visto
por cualquier juez imparcial sin ser tachado de lacra alguna, percibía como en
una silenciosa locura que era un privilegiado, un elegido, cuando no era más
que un estúpido engreído.
Pero lo que es más importante, aun sintiéndome así, tan conforme con
mi sino y la vida que parecía tan bien diseñada para mí, no hacía nada para
agradecer estos dones ni compartirlos con los que no podían gozar de ellos, y,
tal vez, eso fue lo que me llevó a ser terriblemente infeliz, a tener un vacio
permanente en mi alma, una herida sangrante que no cesaba por mas copas que
bebiera o mas drogas que consumiera, porque olía mi propia insignificancia ,mi
propia nada interior que me ahogaba, llevándome a sentirme mal conmigo mismo
sin saber por qué.
Y empecé a vagar de aquí a allá sin rumbo y sin freno, probé de todo y
nada me parecía lo suficientemente bueno para mí, solo la pendiente que me
llevaba sin freno a la locura parecía mi destino y mi cruel realidad.
.En cambio, en ese mismo tiempo, como después supe, Jorge no paró ni
un momento, cuando no estaba en su club quitando basuras o ayudando a un
drogadicto a pasar el mono, estaba en la puerta principal de los supermercados
pidiendo comida para sus quitapenas, o en la planta infantil del hospital
visitando a unos niños que creían que era uno más de ellos, con su eterna
sonrisa bailando en su cara y sus ojos de eterna esperanza.
No lo supe porque estaba muy lejos, perdido en la desgracia que solo
yo había labrado y fecundado, hasta que recibí una carta de mi madre, con dos
meses de retraso, diciendo que Jorge se moría.
Solo entonces regresé, con el alma rota y vencida.
Acercándome a su cama del hospital, me atreví a mirar sus ojos para
preguntarle el porqué, el porqué de tantos esfuerzos que lo habían llevado
hasta allí, el porqué de tanta lucha sin importarle el tiempo, el dinero, o el
trabajo echado en lo que yo creía saco roto.
Y él me sonrió, me sonrió como siempre tomándome de la mano como
cuando éramos niños para contarme en voz muy baja su secreto, su dedicación
permanente a los demás que no era sino una forma de vida, una forma de entender
el significado de la palabra amar sin límites, sin importarte la recompensa o
el fruto de tu esfuerzo, solo lo hecho sin volver la vista atrás.
Y solo entonces me vi tan insignificante y vacio como siempre había sido,
uno más de los muchos que nacen cada dia, un borrego más bien dispuesto a comer,
reproducirse y morir sin haber dejado nada tras sus pasos más que vacio y
desolación.
Ahora me daba cuenta que todo no era tan simple como nos parecía a los
que nos creíamos especiales por haber nacido sanos y sin taras, porque mi hermano,
ese pequeño ser que parecía mi pequeña sombra, mi conciencia buena, siempre
inclinado a mi lado, aquel que ni un día mientras vivió se apartó de mi corazón,
podría no haber crecido en apariencia, pero sus sentidos, la bondad, o esa
inmensa fe que tenía en el hombre había ido cada día agradándose un poco más,
hasta casi envolvernos a todos en su creencia.
Esos días que compartimos juntos en el hospital fueron el mejor regalo
que podía hacerme la vida, viendo como las personas que mi hermano había
ayudado pasaban por allí para ofrecerle una sonrisa, un poco de consuelo o
simplemente un poco de su calor, incluso cuando me enfurecía pensando en las
muchas que mi hermano había ayudado y desagradecidos y olvidadizos no pensaban
en él ahora, la grandeza de su corazón aliviaba los recelos de mi ira confesándome
que también en su pensamiento había un hueco para ellos ,pues habían hecho su
felicidad dejándose ayudar a forjar la suya.
Y una noche, adormilado y vencido por las largas horas de vigilia, me
pareció sentir un gran ave voltear junto a la ventana, así me di cuenta que llovía,
que una lluvia torrencial caía sobre los tejados y las aceras, sobre los
alfeizares y las tejas, y también creí ver- lo más seguro es que lo soñara-como
un ángel de alas blancas esperaba sentado frente a nuestra ventana viendo como
la lluvia caía.