domingo, 15 de diciembre de 2019

ZAPALERÍAS


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Si paseas por Malasaña solo verás zapatos. No hay escaparates de modas, ni la vertiente del cauce asfáltico que te lleva al Tyssen- Bornemisa, solo zapatos tras zapatos, trabajados y cansinos.                                                                                                                   Salen de bocas de metro intentando no tropezarse unos con otros, hasta henchir la cuenca donde un hombre de mirada apagada , exhibe un cartel de cartón que pone que es limpiabotas mexicano.                                                                                                  Madrid es un vientre estéril lleno de vida, de princesas fugadas y reconvertidas en dependientas del C y A, de reinas travestidas en guarda de puerta de supermercado.                                                                                                     Solo el orgullo saca los tacones afilados, solo él y ese poco suspiro que enlabia, cuando se pinta las suelas y usa alzas.
Si paseas por el Tyssen, solo verás botas de policía, caminadoras marciales, que vigilan callos encerrados por horas mal pagadas, los cuadros que la Baronesa en placas pixeladas.                                                                                                                                      Es el arte embaucador malabarista que llevan los pies de los turistas , uno tras otro , dentro de sus chinelas, de sus camperas, de sus esparteñas y sus campesinas.                                                                                                                            Pies sudados por horas, blancos como la nata , que esperan pacientes , a que su amo rinda la mirada ante un Picasso o un Renoir  y le ordene cosechar otro buen puñado de pasos hasta la próxima mirada.
Es el metro de Plaza de España el vertedor de igualados deportivos, de colores tan impares como la vida, subidores de escaleras, bajadores de líneas férreas, saltadores en el vacío que dan tanto túneles y subterráneos para solo ver la luz cuando embocas la parada final y subes la escalinata o la bajas o la envuelves en tus pasos, acharolados, festivos, trabajados o turísticos.
Son zapatos trepadores de sueños, enfilados a las reglas o dejadores en mitad de la puerta. Zapatos de vestir o de caer, de empinarte o saltar, de ver la vida o soslayarla, quizás pretendido final con el que no cuentas.
En esos subterráneos se esconde la vida en forma de zapatillas de baile y baila ella, agitada por los compases de un portugués que luce bombines blancos en los danzantes negros con los que sus piernas zumban al ritmo que marcan los palillos de madera.  Ella baila y sus pies vibran bajo los zapatos de tacón que embuten, pero también sueña con saltar las escaleras mecánicas hasta abajo, despejada de alma fingida y brincar para que el portugués la vea toda desnuda, ufana y regordeta , convertido su arte en una simbiosis de dos almas parejas.                                                                                                       Pero llegan recién venidos a la capital lúdicos jovenzuelos de treinta que se han escapado de la vulgaridad , del paro y la desidia por unos días,  festejan al portugués con sus gritos de ánimos, sus cámaras y sus deportivas de marca sin echar ni un mísero euro en el bolsón vacío que preside la escenificación métrica del bombo, los bongoes, las claves y las congas.                                                                                                 Saltan subiendo los chicos treintañeros con gritos y bailes ebrios de vida y libertad, mientras el portugués mira a la nada del vacío del paro, el hambre y el tener que trabajar para idiotas sin oído en el metro, mientras ella, la de los tacones clavados en el alma, llora desconsolada tiñéndose de rímel la cara.
 En el café comercial pulula la vida, mientras en la terracita que da a la esquina de Malasaña se zanja un contrato entre unos tacones negros y unas zapatillas vetustas de salir por las mañanas. La vida trasiega las aceras y las perfuma de zapatos de rebajas, de zapatos de los chinos y unos muy poquísimos , de piel o diseño.                                             Es la nueva moda, la antigua crisis, el poco dinero y el oriental que aquí en Madrid , sestea cabeza al lado, en casapuertas que ya no lo son, estrechándose las entradas señoriales que vertían a Callao, a la Castellana y a Gran Vía y transmutándose en pequeñas tiendas de todo, con bebidas y zampadas que descansan los zapatos y dan vigor a una forma de ciudad que se retuerce en su agonía.
En el comercial, los libros alternan con las chancas sin playa, las saharianas sin arena y los tacones medios y bajos, sin baile de embajada venida a menos.                                              Es una suerte que Madrid sea volátil y los pies dispensen alas a los buenos zapatos, incorporadas. Es una suerte que sea un trasiego entre el cielo y el infierno, porque a veces las paradas en agosto, a mitades de julio y a principios de semana estival, queman las suelas de caucho y las convierten en llagas aceradas de santa vestal que no quiere cambiar virginidad  por peana en los altares.                                                                       Es entonces cuando por el calcáneo te entra la fuerza de la taconada al pavimento. Es entonces cuando agradecemos al primer neandertal que cogió un trozo de cuero y nos fabricó una almohadilla para no cascar la nuestra , a cada paso, por la selva salvaje que se nos ha puesto en el camino.
Es un buen zapato , un alivio de luto, un certero disparo en mitad del cuello del asesino que te dispara a los ojos y te bate en retirada cuando quieres seguir viendo cuadros de Goya y ya el Prado está tan lejos, tanto que se te hacen estiércol las suelas y agua de sudor  el interior de las camperas.                                                                                                             Estás lejos de casa, lejos del Rocío, lejos de las camper hermanadas, del sudor agrietado por el camino, la espera, la fe y el devocionario. Porque vienen en tacón fino y te han roto el alma, que por algo naciste de raza negra , aunque  ahora seas tan pálida y querrías bailar con el portugués y perderte la cita para firmar un contrato en el Comercial y en vez de ello, correr desnuda por Malasaña y cepillarte y lustrarte los pies en el “limpia” mexicano. Pero sigues buscando taxi o corriendo como una loca para llegar al momento donde se inicia tu arduo trabajo.
Si paseas por Malasaña, solo verás zapatos. Nadie se mira ya, ni se enamora más que por los pies que viste, por los dedos agarrotados o fruncidos, por las uñas sonrientes o tapadas por calcetines guerreros que embuten el alma para que no la veamos lo triste y apagada que luce.                                                                                                                  La vida es zapatos como la del “limpia” mexicano , que no ruega más que con las arrugas de la cara, con los ojos vividores de zapatos, escrutadores de personalidades , que van pegadas a unas suelas y unos cueros y unos charoles y unos cordones , mal atados.