Si paseas por Malasaña
solo verás zapatos. No hay escaparates de modas, ni la vertiente del cauce asfáltico
que te lleva al Tyssen- Bornemisa, solo zapatos tras zapatos, trabajados y
cansinos. Salen
de bocas de metro intentando no tropezarse unos con otros, hasta henchir la
cuenca donde un hombre de mirada apagada , exhibe un cartel de cartón que pone
que es limpiabotas mexicano. Madrid es un vientre estéril lleno de vida,
de princesas fugadas y reconvertidas en dependientas del C y A, de reinas
travestidas en guarda de puerta de supermercado. Solo
el orgullo saca los tacones afilados, solo él y ese poco suspiro que enlabia,
cuando se pinta las suelas y usa alzas.
Si paseas por el
Tyssen, solo verás botas de policía, caminadoras marciales, que vigilan callos
encerrados por horas mal pagadas, los cuadros que la Baronesa en placas
pixeladas. Es el
arte embaucador malabarista que llevan los pies de los turistas , uno tras otro
, dentro de sus chinelas, de sus camperas, de sus esparteñas y sus campesinas. Pies
sudados por horas, blancos como la nata , que esperan pacientes , a que su amo
rinda la mirada ante un Picasso o un Renoir y le ordene cosechar otro buen puñado de pasos
hasta la próxima mirada.
Es el metro de Plaza de
España el vertedor de igualados deportivos, de colores tan impares como la
vida, subidores de escaleras, bajadores de líneas férreas, saltadores en el vacío
que dan tanto túneles y subterráneos para solo ver la luz cuando embocas la
parada final y subes la escalinata o la bajas o la envuelves en tus pasos,
acharolados, festivos, trabajados o turísticos.
Son zapatos trepadores
de sueños, enfilados a las reglas o dejadores en mitad de la puerta. Zapatos de
vestir o de caer, de empinarte o saltar, de ver la vida o soslayarla, quizás pretendido
final con el que no cuentas.
En esos subterráneos se
esconde la vida en forma de zapatillas de baile y baila ella, agitada por los
compases de un portugués que luce bombines blancos en los danzantes negros con
los que sus piernas zumban al ritmo que marcan los palillos de madera. Ella baila y sus pies vibran bajo los zapatos
de tacón que embuten, pero también sueña con saltar las escaleras mecánicas hasta
abajo, despejada de alma fingida y brincar para que el portugués la vea toda
desnuda, ufana y regordeta , convertido su arte en una simbiosis de dos almas
parejas. Pero
llegan recién venidos a la capital lúdicos jovenzuelos de treinta que se han
escapado de la vulgaridad , del paro y la desidia por unos días, festejan al portugués con sus gritos de ánimos,
sus cámaras y sus deportivas de marca sin echar ni un mísero euro en el bolsón vacío
que preside la escenificación métrica del bombo, los bongoes, las claves y las
congas. Saltan
subiendo los chicos treintañeros con gritos y bailes ebrios de vida y libertad,
mientras el portugués mira a la nada del vacío del paro, el hambre y el tener
que trabajar para idiotas sin oído en el metro, mientras ella, la de los
tacones clavados en el alma, llora desconsolada tiñéndose de rímel la cara.
En el café comercial pulula la vida, mientras
en la terracita que da a la esquina de Malasaña se zanja un contrato entre unos
tacones negros y unas zapatillas vetustas de salir por las mañanas. La vida
trasiega las aceras y las perfuma de zapatos de rebajas, de zapatos de los
chinos y unos muy poquísimos , de piel o diseño. Es
la nueva moda, la antigua crisis, el poco dinero y el oriental que aquí en
Madrid , sestea cabeza al lado, en casapuertas que ya no lo son, estrechándose
las entradas señoriales que vertían a Callao, a la Castellana y a Gran Vía y transmutándose
en pequeñas tiendas de todo, con bebidas y zampadas que descansan los zapatos y
dan vigor a una forma de ciudad que se retuerce en su agonía.
En el comercial, los libros
alternan con las chancas sin playa, las saharianas sin arena y los tacones
medios y bajos, sin baile de embajada venida a menos. Es una suerte que Madrid sea volátil y
los pies dispensen alas a los buenos zapatos, incorporadas. Es una suerte que
sea un trasiego entre el cielo y el infierno, porque a veces las paradas en
agosto, a mitades de julio y a principios de semana estival, queman las suelas
de caucho y las convierten en llagas aceradas de santa vestal que no quiere
cambiar virginidad por peana en los
altares. Es
entonces cuando por el calcáneo te entra la fuerza de la taconada al pavimento.
Es entonces cuando agradecemos al primer neandertal que cogió un trozo de cuero
y nos fabricó una almohadilla para no cascar la nuestra , a cada paso, por la
selva salvaje que se nos ha puesto en el camino.
Es un buen zapato , un alivio
de luto, un certero disparo en mitad del cuello del asesino que te dispara a los
ojos y te bate en retirada cuando quieres seguir viendo cuadros de Goya y ya el
Prado está tan lejos, tanto que se te hacen estiércol las suelas y agua de
sudor el interior de las camperas. Estás
lejos de casa, lejos del Rocío, lejos de las camper hermanadas, del sudor agrietado
por el camino, la espera, la fe y el devocionario. Porque vienen en tacón fino
y te han roto el alma, que por algo naciste de raza negra , aunque ahora seas tan pálida y querrías bailar con el
portugués y perderte la cita para firmar un contrato en el Comercial y en vez
de ello, correr desnuda por Malasaña y cepillarte y lustrarte los pies en el “limpia”
mexicano. Pero sigues buscando taxi o corriendo como una loca para llegar al
momento donde se inicia tu arduo trabajo.
Si paseas por Malasaña,
solo verás zapatos. Nadie se mira ya, ni se enamora más que por los pies que
viste, por los dedos agarrotados o fruncidos, por las uñas sonrientes o tapadas
por calcetines guerreros que embuten el alma para que no la veamos lo triste y
apagada que luce. La
vida es zapatos como la del “limpia” mexicano , que no ruega más que con las
arrugas de la cara, con los ojos vividores de zapatos, escrutadores de
personalidades , que van pegadas a unas suelas y unos cueros y unos charoles y
unos cordones , mal atados.