Entraba sin notarlo.
Era lo que daba más miedo. Nuestros ancianos se habían reunido para intentar
atajarlo, pero no sacaron nada en claro.
El Jefe del Consejo creyó encontrar la solución con fuego. “Es lo más
puro que tenemos” -dijo con la voz de los Dioses presente en su garganta.
Todos
callamos, inclinándonos como hacíamos siempre que los ancianos se reunían para
indicarnos la voluntad de los Dioses.
Se
habló incluso de quemar a los contaminados, en la misma hoguera. A todos nos
pareció bien. Queríamos salvarnos, de cualquier manera, porque habíamos visto
cómo terminaban los contaminados. Pero entonces enfermó ella y todo cambió
porque yo la amaba más que a mi vida.
-¿Una nueva cueva…?- me preguntó fijando su rostro pecoso en el mío,
rudo. -Ven y lo
verás- le dije por toda respuesta, atrapando su mano pequeña entre las mías.
Quería que fuera mi Sombra en la vida adulta y que los ancianos bendijeran
nuestra unión, pero entendía que no era más que un sueño de los muchos que nos
regalaba la noche cuando fumábamos hierva encantada para saber la voluntad de los ancestros.
Corriendo entre riscos y peñas, entendía con la claridad del sol que nos
alumbraba que era un imposible que la hija más pequeña del más sabio de los ancianos
y el hijo de una desconocida, uniesen sus vidas.
No fue culpa de mi madre el haber
sido botín de guerra, ni de la poca paciencia de uno de los ancianos que la
hizo su esclava hasta hartarse de ella y abandonarla. Tampoco lo eran las leyes estrictas del poblado para
con los no nacidos en la seguridad del clan, ni de que nadie supiese con certeza
quién era el padre que me facilitaría la entrada en la edad adulta o poder ser
guerrero. No había a nadie a quién culpar y sin embargo rabiaba de ira con ella
a mi lado resoplando por el esfuerzo, con el pecho subiendo y bajando
rítmicamente. La hubiera matado con ganas estrellándole una piedra en su linda
cabeza, para que nadie me la quitara. Igual ese era mi propósito original
cuando la llevaba hacia la cueva, pero solo
entrar en ella retornó la calma y pude
pensar con claridad, notando que la ira daba paso a la entereza.
-Está allí, ven- le dije llevándomela donde
las antorchas no alumbraban. Era una
abertura de medio cuerpo por donde se llegaba a una sala excavada en el mismo
suelo de tierra amarilla. Me había llevado mucho dolor y llagas el horadarla,
pero mereció la pena al ver su cara cuando contempló el tesoro que yo había
encontrado para ella. -Será la dote
para comprar tu Sombra- le dije, no sabiendo si también era la voluntad de
ella. Pero-
solo lo hubo visto y tocado- ya no existí para ella, pues solo aquel tesoro la
atrajo como yo hubiera deseado que hiciera mi persona. No supe que estaba
maldito, ni que ella había robado una pieza hasta que enfermó su mejor amiga y
luego su Sombra y luego el hermano de éste. Al parecer la pieza era una fuente
de contagio muy poderosa. Cuando le escuché decir al gran Anciano que lo
quemaría todo no pude estar más de acuerdo, incluso quise ser yo quien lo
hiciera. Pero fue antes de tocar el tesoro y de entender esos extraños símbolos
que contenía. Empecé como ella por uno, abriéndolo. Hasta que entendí que se
llamaban libros.