viernes, 14 de agosto de 2015

FINALISTA PREMIO RELATO POLICÍACO SEMANA NEGRA GIJÓN 2015

ANGIOLILLO

 

“El ataúd, a hombros de los migueletes que lo habían custodiado en el balneario, fue llevado hasta su carruaje mortuorio .El féretro era tan pesado que, antes de llegar a la estación de ferrocarril, en la cuesta de la Descarga, fue necesario emplear dos parejas de bueyes para arrastrar el coche fúnebre...

En Zumárraga se celebró una ceremonia religiosa, abreviada por el agotamiento de la viuda, que no consintió en separarse del cadáver y subió al furgón fúnebre, acompañada de fray  Fernando Arguelles, en su viaje hasta Madrid...”.
Leo estos pocos párrafos en las arrugas grasientas del periódico que Manuel, el único guardián que es un poco amable conmigo, me ha traído envolviendo un mendrugo de pan y un arenque. Odió el pescado  y más aún la mentira , que fue por ella y no por otra cosa por la que me hice anarquista , y cuanto más me asquea ,  más se revuelve contra mí, pareciéndome ,ya, que forma parte de mi propia esencia , pero no ,ahora que queda ya tan poco , que el tiempo se me acaba , debo aclarar, aunque para nadie valga lo que sé de todo aquello.
Murió -gracias a mí- como  el héroe que nunca había sido, pues menudo, bisojo y malcarado, poco podía depararle el destino más que pasar a la historia como otro político más de los muchos que en estas tierras ha habido. No tenía nada de especial, aunque eso sí, era trabajador,  de eso no cabe duda,  pues estudié durante días sus idas y venidas, le seguí a casi todas partes, y aún en vacaciones como era el caso, su ritmo era incesante, durmiendo como medio hombre y comiendo como tres, discutiendo  acaloradamente con sus amigos y contertulios, paseando, leyendo los periódicos y aun sacando tiempo para resolver las muchas consultas que por telegrama se le hacían desde Gobernación.
Dije en el juicio que lo había matado como protesta por las torturas a que sometieron a los anarquistas encarcelados por el atentado de la calle Cambios Nuevos, y rápidamente, tomando eco de ello, la opinión pública y los periodistas dieron cuenta de mi  pasado, se me acusó de ser un anarquista místico, preocupado sobre todo por las guerras coloniales que España mantenía con Cuba y Filipinas. En ese curso de alimentar bulos y corrillos callejeros, investigaciones policiales sacaron a la luz que mi verdadero fin era asesinar a la Reina y a su heredero, aun un niño, apareciendo de  la nada testigos que dieron fe de que esas y no otras fueron de mis palabras , y como por casualidad, se me endosaron actuaciones anteriores al hecho declarando gente a la que ni siquiera conocía que había  cambiado mi fin inicial por este otro, quedándome –tras el asesinato- sin hacer nada por escapar gracias a las indicaciones de Nakens , periodista y anarquista,  que tampoco faltó a la cita con la prensa y la popularidad, aunque fuera a costa de la sangre y el nombre de un inocente.
No, cuando digo inocente no me refiero al hecho del asesinato, que es evidente que lo cometí y creo que queda más que probado, pues no sería propio de mi negar que fue mi arma y mi persona la que le arrebataron la vida a Cánovas, sino a la rumorología y descrédito popular que siguieron tras los acontecimientos referidos a mí mismo, a mi pasado o a las motivaciones del acto.
¿No sería un hecho importante referido a la investigación que la víctima ya sufrió anteriormente un atentado en el año 93 del que milagrosamente salió ileso, yendo a morir el asesino en la forma y manera que había previsto para su objetivo? ¿No es en extremo extraño que por declaraciones del marqués de Lema  ya en pleno julio-recordemos que el suceso ocurrió el 8 de agosto-la misma víctima reconoció ante él sentirse espiado? ¿Cómo es posible que ese hombre tan lúcido e ilustre no tuviera una escolta adecuada, cómo que me dejaran acercarme a él con total impunidad, sin sospechar nada de mi aspecto tan diferente al acostumbrado en otros huéspedes del balneario donde ambos nos alojábamos?
Solo días después del hecho confesará Lema conocerme y haberse extrañado- según sus propias palabras- de mi aspecto, pero ni él ni ningún otro hicieron nada por detenerme.
Finalmente, el jefe de la policía del Presidente será cesado y la tierra removida aplastada, cuadrarán pruebas y los testimonios confirmarán lo que ya todos pensaban, que un anarquista más había segado la vida de un político ilustre, de un hijo de la Nación. 
Pero ahora puedo confesar que todos ellos estaban  totalmente equivocados.
Cierto es los periodistas sabían lo de mis viajes a París, que dudaban de que el anarquismo español hubiera dejado que un italiano como yo hiciera el trabajo sucio por ellos, que la conexión con Cuba y Betanzos había muchos a los que no les cuadraba, pero aun así, o tal vez porque lo más fácil era dar carpetazo cuanto antes al asunto, se me condenó en un juicio sumarísimo a garrote vil. Nadie sospechó de ella y menos que nadie, yo.
Tal vez era demasiado hermosa y joven para parecer siquiera un poco culpable de algo, quizás, su educación, el buen gusto con el que se comportaba o las maneras dulces y suaves la hacían la mujer ideal para cualquier hombre, de cualquier hombre de su entorno se
Entiende, pues jamás nadie en su sano juicio la hubiera emparejado con un truhán como yo, un buscavidas de ideas libertarias que  debía conformarse con pasar unos días prestados con ella en un motelucho pegado al Sena.
Puedo rencorizar mis recuerdos y verla -astuta y cauta-  llegando tapada y silenciosa al motel, desnudarse con timidez y meterse tibiamente en mi cama, diciéndome con voz entrecortada cómo deseaba que él muriera para poder vivir para siempre libre conmigo. Puedo ralentizar mis sentimientos y dejarla parada en mitad de aquella habitación, desnuda y callada, vuelta hacia la pared, enfadada porque no había conseguido un plan para eliminarme. Podría decir que me presionó como solo una persona fría y sin corazón puede llegar a hacerlo, ”Michele que no puedo más”, ”Michele que me asquea solo de mirarlo”, ”Michele que te quiero demasiado para tenerte que ver a escondidas”, ”Michele mátale, que nadie más que él merece la muerte”, pero mentiría si no dijera que yo deseaba más que cualquier otra cosa hacerlo, porque la quería solo para mi, sin tenerla que compartir ni con el cielo ni con el infierno.
El día 8 de agosto mi objetivo, el hombre que tenía amarrada a la mujer que yo había jurado hacer libre, fue a misa, regresó al hotel, subió a su habitación, puso un telegrama a Gobernación y reposó algunos minutos.
Pasadas las 12.30 ella le hizo bajar, creo que se encontraron en la escalera con una señora conocida, detalle casuístico que ella era demasiado lista para desaprovechar.
Su marido, como ella bien sabía, era poco dado a los cotilleos ni chismes sociales y  se le adelantó, yéndose a sentar en la galería de arcos que conducía al comedor, que, por estar al nivel del jardín, era el lugar más fresco para leer, que era justo lo que se disponía a hacer.
Tomó asiento, tal y como ella había previsto, al lado de las tres puertas que se abren sobre esa galería. Como era muy miope, se acercaba mucho el periódico al rostro, por lo que no me vio llegar, ni tampoco pudo me, pues ya me había advertido ella de que calzara zapatillas.
Apoyando mi mano izquierda sobre la hoja cerrada, disparé  con la derecha a
Quemarropa, atravesándole la cabeza y levantándole del asiento como si fuera un guiñapo.
Asustado, le disparé por segunda partiéndole la yugular, formándose a su alrededor un reguero infame de sangre. Pero aun así, le volví a disparar, como  ella me había aconsejado, para que no hubiera ningún fallo, entrándole la bala por la espalda.
En ese momento,  debí huir no parando hasta cruzar la frontera, yéndome a encontrar con ella en el motelito del Sena, pero la sentí llegar, sus pasos me anunciaron que estaba cerca y la esperé para que escapara conmigo, sé que fue tamaña locura, pero qué menos se podría esperar de un loco enamorado.
Me mató por dentro, cuando se revolvió hacía mi como una fiera acorralada, me insultó y golpeó, aguantándome para que no huyera, hasta que llegó un Teniente de la Guardia Civil que se me abalanzó por la espalda, produciéndose en la trifulca un disparo más que alertó al resto de la guardia.
Me detuvieron y me condujeron a la cárcel de Vergara como a un animal , mientras Cánovas fallecía .Lo embalsamaron y lo metieron en un féretro metálico, después de que el médico del hotel hubiera hecho lo imposible por salvarle la vida.
Disculpó su poca ciencia -más acostumbrada a malestares sin importancia de ricos y ociosos- diciendo que los disparos eran mortales de necesidad y que sólo la Santa Unción podría llevar alivio a su alma.
Numerosos políticos, incluido Castelar, se presentaron en el Balneario de Santa Águeda, mientras de todo el país, llegaban centenares de telegramas de condolencia.
Parece que miles de personas se congregaron en las estaciones por donde pasaba el tren, y sobre todo por Burgos, Valladolid y Ávila, entrando a los sones de la Marcha Real en la estación de Madrid el día 11 de agosto, siendo recibido por los representantes de todas las instituciones políticas y militares.
En La Huerta se instaló la capilla ardiente, bajo la guardia de los alabarderos.
En el entierro más de quinientas coronas le fueron dedicadas, fueron más de 10.000 los asistentes que le acompañaron al panteón del cementerio de San Isidro, donde fue depositado su féretro. A mí, en cambio, me darán garrote vil en el patio de la cárcel de Vergara, enterrándome en la fosa común del cementerio, aquellas destinadas a maleantes y asesinos, como yo mismo. No me pesaba el engaño, ni me dolía su traición.
Y un momento antes de la ejecución, cuando los disparos de los fotógrafos estallaban cerca de mi cara, lejos de intimidarme, aliviándome de mi soledad, pensé tristemente, que al menos estaría acompañado a la hora de la muerte, aunque por amor no era la forma más adecuada en la que un anarquista elegía echarle un pulso a la vida, sino más bien al lado de su víctima, acribillado por los disparos de los escoltas

Pero no elegimos la forma de morir, y cuando el garrote borró mi aliento la pude ver como el ultimo regalo de la vida, todo lo hermosa que era, rodeada de coronas de flores, en el vagón fúnebre, velando al hombre que yo había asesinado, y dos lagrimas rodaron por mi cara al no poder estar a su lado, aunque solo fuera una vez más.

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