LAS ALAS DE LA
MARIPOSA
El sol brillaba cada día en
Ciudad Jardín ,calentando la tierra con el calor de su aliento, envolviendo a
las flores en su abrazo cariñoso y haciendo germinar las pequeñas semillas, llevando
a sus tallos a fortalecerse, trasformando
el aire en un oxigeno puro y limpio que los animales gustaban de olfatear
contentos, mientras pastaban o corrían.
La vida era tranquila para los
habitantes de aquel pequeño paraíso de vida vegetal y animal , pues que todo
era de una perfección y belleza inigualable.
Durante generaciones los padres
habían criado allí a sus hijos y éstos -al hacerse mayores- habían hecho lo
propio con los suyos.
Durante años las plantas habían
nacido de pequeñas semillas ,que, con el calor del sol y la fina lluvia, se
transformaban en hermosas flores, que daban alimento con el polen que nacía en
sus vientres olorosos.
De estas plantas y otras muchas
que nacían en Ciudad Jardín se alimentaban mamá coneja y sus conejitos, que
vivían en una madriguera construida bajo un gran olmo, la señora gorriona con
sus gorrincitos, que tenían su nido sobre una higuera salvaje, las trabajadoras
abejas, que custodiaban con esmero la miel que producían en una colmena que
colgaba de un ciprés y una familia de mariposas que libaba con placer el polen
de un macizo de margaritas silvestres, antes de dejar sus huevos en las hojas
de una hierbaluisa, que bailaba al compas de la suave brisa, muy cerca de allí.
Pero un día, justo aquel que
los huevos de la mariposa se abrían, aquel en que el más pequeño de los
conejitos iba a aprender a correr y el que la señora gorriona había previsto
como el que sus hijos volarían solos por primera vez, el sol no salió, no
emergió de la tierra como todos los amaneceres, resplandeciente y luminoso, alegre
y dicharachero.
La señora coneja ,siempre tan
buena madre, controlándolo las horas en que sus pequeñines debían comer, en que
debían lavarse o incluso jugar, comprendió- solo echando una mirada al cielo-
que algo terrible pasaba.
Fue ella, seguida por los
cortos pasitos de sus hijos, quien despertó a todos los habitantes de Cuidad Jardín.
Bueno a casi todos, porque
Lucas, la mofeta, se quedó en su madriguera bajo el musgo recostado y
calentito, sin querer saber nada que no fuera alargar su sueño unas horitas
mas. En cambio, la señora Flamenco, que vivía en un lago que enfrentaba Cuidad jardín,
mirándolo con sus placidos ojos azules, sí que se preocupó porque decía -entre
graznidos y saltitos- que si el sol no volvía a salir. ninguno de ellos
sobreviviría.
Esas palabras sí que las
entendieron todos, pues todos sabían que dependían del sol para hacer crecer
las plantas, que a su vez alimentarían a los animales con sus frutos, que a su
vez reposarían bajo el calor benéfico del astro de los cielos.
-Bueno, entonces que todos estamos
de acuerdo en lo importante que es el sol-dijo mamá coneja subida a una alta
roca, para que desde allí todos la oyeran-creo que deberíamos hacer algo para
averiguar por qué hoy no ha salido.
En ese momento desde una de las
ramas verdes de la hierbaluisa se oyó una vocecita afinada e infantil que
respondía a una pregunta no hecha:
-Yo iré a averiguar qué le ha
pasado al sol
Todos volvieron sus miradas
hacia la mata de hierbaluisa que en el contraluz de la noche parecía color
verde oscuro, pero nada en la pasividad e inmovilidad de ella les indicaba que
la oferta de ayuda hubiera salido de allí, hasta que vieron que una pequeña
oruguita, fina y delgada como una bizna de yerba y del color parduzco de las
hojas en otoño, se deslizaba por sus ramas comiendo un brote de aquí, una hoja
de allá, mientras se dirigía hasta el suelo.
Todos estallaron en carcajadas,
incluida la señora Flamenco, que, al estar sobre una sola de sus patas, hasta
se cayó impulsada por la comicidad de que una inservible oruguita, el simple
aperitivo de cualquier ave rapaz ,fuera tan osada como para creerse capaz de
llevar a cabo una misión tan importante y delicada.
-Pero, hijita-le dijo con todo
su desprecio, mirándola con sus grandes ojos, desde su altura-¿acaso crees que
tan pequeña y débil como eres podrás averiguar qué le sucedió al sol para que
no nos alumbrara en esta mañana?, ¿es que no te has dado cuenta de que no
podrías volar, como haría yo si quisiera, hasta mas allá de aquella alta
montaña donde sabemos que duerme el sol, para acercándome con cuidado de que no
me abrasara con su boca de fuego, pedirle con humildad que saliera como cada
día?
Uno de los hijos de la señora
coneja, aquel que había heredado de su padre, un conejo de paso hacia tierras
altas, un hermoso lunar marrón que le tapaba su ojo derecho, emborronándole su
blanca piel, se atrevió, en su juventud e inexperiencia, a levantar la voz sin
pedir turno para ello, diciendo;
-Yo la acompañaré ,señora,
llevándola sobre mi espalda para que nada sufra ni tema.
Ya la señora Flamenco estaba dispuesta a dar
un picotazo en la cabeza del intruso, cuando desde la rama más alta del olmo,
se escuchó otra vocecita alegre que decía:
-Yo también los acompañaré, que
aunque aún no sé volar, seguro que en algo les podré ser de utilidad.
Fue mucho el revuelo que se
armó en la comunidad y mucho el tiempo en que discutieron, gritaron ,sin llegar
a ningún acuerdo, hasta que la señora lechuza, algo adormilada pues se había
llevado toda la noche de vigilancia desde su alta encina, silenció las voces
que se elevaban por el negro cielo para preguntar;
-¿Algún otro, aparte de estos
valientes niños , quiere enfrentarse con el sol y pedirle cuentas sobre el
porqué de su conducta?
Y todos agacharon los picos y
las alas, las patas y las caras peludas, para que la mirada de fuego de la
señora lechuza no los descubriese en su cobardía.
-De acuerdo entonces, estos
tres valientes niños, se encargarán de descubrir los motivos para que hoy se
durmiese el sol.
Y así ,en pocos minutos la
señora coneja y la señora gorriona aleccionaron a su hijos sobre los peligros
que podían correr y sobre la forma más adecuada de comportarse, aunque a la
pobre orugita nadie le dijo nada porque no tenía a nadie que por ella velara, pues
las otras orugitas que con ella nacieron se perdieron en la negrura de la noche,
antes de que pudiera ver sus caras o escuchar el sonido de sus voces.
Juntos marcharon, el conejito
dando enormes saltos, en la espalda la orugita y en la cabeza el pequeño
gorrión, hacia la vasta y alta montaña donde se decía que dormía, durante la
noche, el sol.
Fue un camino duro y largo en
el que se contaron sus secretos y sueños, en el que estrecharon lazos que nunca
creyeron poder compartir, pero sobre todo en el que se hicieron amigos, sin
importarles las diferencias que había entre ellos, la especie a la que
pertenecían o su color, solo mirándose por lo que se escondía en lo más
profundo de sus corazones.
Cuando llegaron a la montaña, sintieron
el frio de la soledad y la agonía de la noche, temieron por primera vez desde
que comenzaron el viaje, sobre todo por los extraños aullidos que del interior
salían y los alaridos y llantos que parecían de fantasmas.
Ya el gorrión y el conejito
,lloraban, queriendo regresar a casa, pero la oruguita, tenaz y obstinada, quiso
seguir mas allá, justo hasta donde el sol se encontraba.
Al paso, les salió un águila
que quiso llevárselos -entre sus garras- para que fueran la comida de sus recién
nacidos aguiluchos, pero las voces, los lamentos y lloros que se hacían más
potentes según a lo más alto trepaban, la hicieron desistir, como buena madre ,
yendo a socorrer a sus hijitos, a los que creía en peligro.
Por fin, llegaron a lo más
alto, casi a la cumbre, donde creyeron
que encontrarían al sol durmiendo, pero cual no sería su sorpresa al hallarlo
clamando, llorando y lamentándose, con grandes suspiros y gemidos.
Fue la oruguita , la que se
acercó sin temer nada, fue ella la que consoló al gran astro, sin temer
quemarse o causarse dolor, porque le importaba más la desdicha de aquel que su
propia felicidad, siendo así como conoció las desgracias del sol, que decía no
tener ni un solo amigo, vagar por los campos y villas, sin que jamás nadie le
sonriera o se acercara a charlar con él.
Fue también ella ,con la ayuda
del conejito-que daba saltos de emoción- y del gorrión-que alzaba por fin sus
alas -quien le contó lo mucho que los demás animales y plantas le querían, como
dependían de él para sobrevivir, para tener a sus hijos o para alimentarse.
Por sus bocas inocentes, supo
el sol, lo mucho que se le apreciaba, lo amado por todos que era y lo
equivocado que había estado.
Por ello, pidió disculpas, yéndose
presto a iluminar el nuevo día, cabalgando sobre la aurora y filtrando sus
rayos a través del manto negro de la noche.
Los animales y las plantas eran
todo felicidad viendo al sol brillar de nuevo en los cielos, las plantas se
estiraban para que sus hojas se impregnaran con su calor y los animales lo
miraban con respeto y atención.
Los niños valientes regresaron
a sus casas, el conejito enseñando las nuevas piruetas aprendidas junto al sol
a sus hermanos y el gorrión dando lecciones de vuelo a los suyos.
Solo la oruguita se encontraba
mal, sin saber porqué, sintiéndose con ganas de cobijarse en si misma, tejiendo
un hermoso capullo, en la misma rama de hierbaluisa en la que había nacido y escondiéndose
dentro de él.
Cuando el sol supo por una de
las águilas-aquella que más se atrevía a acercarse a su estela - lo que le había
sucedido a la pequeña orugita, durante días enteros, no se apartó de su lado,
abrigando con sus rayos , el pequeño capullo blanco que se balanceaba contento
al compas de la brisa del oeste.
Hasta que una mañana, con la
amanecida y el sol saliendo de entre los brazos somnolientos de la montaña, todos
los habitantes de Cuidad Jardín vieron como el capullo se abría naciendo de él
una linda mariposa, que estiró sus nuevas alas, para que todos las pudieran
admirar.
-Son alas de oro-dijo el
conejito, desde la puerta de su madriguera.
-Pero…¿cómo es posible, una
mariposa así yo nunca antes la viera?-exclamó la envidiosa señora Flamenco, desde
su privilegiada altura
Pero la orugita se echó a volar,
sin importarle sus comentarios, porque lo único que deseaba -de veras- era
unirse con su amigo del alma, con el que tantas horas de calor había compartido
y con el que fue a estrenar sus nuevas alas de fuego, como el mismo sol.
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