viernes, 16 de diciembre de 2011

PREMIO FINALISTA RELATOS SEMANASANTEROS DE SALAMANCA PASIÓN COFRADE

LA PASION DE BLANCA INFANTE

Como siempre estuvo presente en su vida, acompañándola con su majestuosa presencia en cada uno de los momentos cotidianos de su existencia, nunca reparó en cuando lo había visto por primera vez, sino que por el contrario, al igual que para los niños sus padres, para ella, El, siempre supuso la imagen del cuidador perfecto, del padre amable y cariñoso, que en cada momento, en cada lugar, permanece a nuestro lado sin que tengamos que preguntarnos desde cuando.

Su tío Ambrosio, párroco de la pequeña ermita de Santa Inés, perteneciente al aun más pequeño pueblo de Blanca Infante, no veía con buenos ojos que una niña pequeña estuviera todo el día con las faldas pegadas a las imágenes. Y si al menos la devoción hubiera sido causada por la visión de Nuestra Señora ,hubiera tenido un pase, porque él mismo depositaba su mas incondicional devoción, porque quien mas bonita que Ella ,a la que él todos los días le renovaba las flores de su altarcillo , ratoneándolas del jardín de Doña Pura, la mujer del boticario ; oronda y deslenguada parroquiana, que tenia fama en toda la comarca, y con justa razón, de poseer los capullos de rosa mas frescos ,de mas intenso aroma y con mejor color, pues de su cuidado jardín brotaban a cada racha de viento los mil colores ,pasando sin pudor del rojo de la sangre, al amarillo destellante del sol ,imitando incluso el azul desteñido de los cielos, supurando de aquel prodigio de la naturaleza ,como un milagro mil veces repetido, la amalgama de olores que destilaban para su perpetuación los dulces pétalos de sus rosas.

Pero no. Esa niña díscola y huraña, ese cardo espinoso que para nada bueno habría de valer en la vida, con su pequeña figura encorvada y menguadita, con sus trenzas de pelo ralo y sus ojos de resentimiento precoz, no dudaba en declarar abiertamente su fidelidad al Cristo de las Penas, al Señor del Gran Dolor, que gozaba de poco fervor en el pueblo- de ahí su lugar en el lateral izquierdo de la ermita, junto a Judas el pecador, arrastrado por una sarta de demonios zancudos de negra piel y ojos saltones- pero que en la comarca y sobre todo mas allá de toda tierra cristiana, donde habitaban todos aquellos descarriados ,pecadores, ladrones, desterrados, gente de malvivir ,que, desde el ultimo rincón del mundo donde los hubiera hecho llegar su mala estrella, no dudaban en mandarle un poquillo de dinero para una túnica nueva o unas florecillas con que adornar su gastada peana , encerrado con sumo cuidado en el interior de un sobre que en su frontal se adornaba con sellos con caras de infieles y matasellos de extraña procedencia ,que una vez buscados en el mapa, descubrian su origen en países tan extraños por estas tierras como Ceilán o Madagascar.

A los ojos de una niña , que no había visto desde su desconocido nacimiento mas que las paredes permanentemente encaladas de la ermita, los bancos de madera que la llenaban con su solidez y llaneza, y las pequeñas habitaciones que componían el refugio temporal del párroco, asoladas con el aroma preciso de la pobreza, la imagen del Cristo de piel morena y ojos inmensos, tocado por un cabello largo y rizado que le cubría la mitad de la espalda- que daba gloria tocar de la suavidad y el aroma que desprendía - con el fornido cuerpo que se presentía bajo la túnica morada de terciopelo que lo vestía, que destellaba en la penumbra, sembrada como estaba en toda su grandeza por el fulgor del hilo de oro y de las piedras semipreciosas ,fue como el descubrimiento de la vida espiritual ,el canto a la existencia de algo mas allá de aquellas paredes, de aquel pueblo pequeñito que la despreciaba por no tener padre y haber sido abandonada por su madre, superior en grandeza a la bondad que se desprendía de la sonrisa de una madre a la llamada de sus hijos, mas intenso que la mirada de orgullo de un padre a los primeros pasos de su hijo varón ,o infinitamente mejor que cualquier caricia ,cien veces añoradas ,de una mano amiga en la tersura de su piel. Ni castigos, ni insultos ,ni la vara verde que se escondía tras la alacena de la cocina lograban disuadirla de perderse en la ermita a cualquier hora del día para mirar con fervor la cara risueña del Cristo, tocar con el respeto que nace del amor verdadero sus manos puras , su túnica o su cabello rizado, o conversar con El de los miles de pequeños detalles que hacían de su lastimosa vida algo que sobrellevar con paciencia .Solo con su amistad y compañía conseguía que lo que para ella podría haber sido un infierno sin amigos ,sin padres, sin nadie en quien confiar o amar ,se transformara en un universo diferente y maravilloso que la transportaba muy lejos de allí. Por eso ,dejaba sin acabar los deberes de la escuela para acudir a su lado, por eso dejaba sin hacer las labores de la casa o se olvidaba incluso de pasar el cepillo por la nave de la parroquia los días de misa mayor, y por eso mismo, tenía en la cabeza las huellas de los coscorrones que su tío le propinaba cada vez que alguien se quejaba de ella o que el mismo veía que con su “idiotez de boba “como en la calificaba, dejaba algo sin hacerse correctamente. Muchas noches pasó acostada a los pies del Cristo sintiendo su mirada cálida posarse en ella, muchos días nació el sol en los cielos con sus lagrimas perdiéndose en el suelo de mármol que el alcalde había donado cuando su hijo de curó de aquella terrible enfermedad que a punto estuvo de acabar con su vida, y en todas aquellas ocasiones, su corazón fue feliz.

No se preguntó el por qué de esta devoción ni de donde había nacido un amor y un respeto que estaba muy por encima de cualquier enseñanza o reprimenda seguida por su tío, hasta que un día que regresaba de la escuela, se encontró al cartero, Justillo el de María, la navegante, que le dio un sobre rosado para entregar a su tío.

-Dile que me guarde los sellos, niña, que si de todos los sobres raros que recibe me guardara las estampillas ya tendría yo una colección que ni el Papa de Roma...

No le hizo mucho caso, porque a Justillo en el pueblo se le tenia por un poco pirado sobre todo por la afición que tenia su madre al alcohol que se decía que no había dejado ni durante su preñez, pero al llegar a casa y entregar la carta a su tío vio ,solo un instante fugaz, que su cara cambiaba del acostumbrado color blanquecino, azuleado por las venas que nacían en las sienes y las bolsas de los ojos ,tornándose en un enfermizo rubor que le perló la cara sembrándola de gotas de sudor. Y en ese momento, no tuvo dudas que algo se le estaba escapando, algo que hacia temblar a su tio, y ese algo estaría en su poder a no tardar.

Durante días estuvo al acecho del párroco, portándose como el siempre había querido que fuese, como un perro chivato y rastrero al que dar la consabida patada en los riñones cuando las limosnas no alcanzaban la suma adecuada o cuando el alcalde no cedía en las pretensiones anules respecto a la verbena y presidencia de la procesión. Le costó un gran esfuerzo pero le valió la pena, cuando le vio trastear tras la alacena de la cocina, y supo, con la certeza de un rayo que funde la oscuridad en mitad de la negra noche, que allí se escondía su pasado y tal vez incluso su futuro. Esperó con el corazón saltando en su escaso y hundido pecho, que el párroco huyera al casino a la caída de la tarde para su acostumbrada partidita de mus, lo vio partir desde el hueco rezumante de humedad, abierto como una llaga en la vieja pared de la cocina. Sin perder tiempo, corrió a descorrer la alacena para sacar de sus entrañas el tesoro de silencio que aprisionaba. No fue tarea fácil para una niña de doce años, engurrumida y bajita para su edad, desplazar un mueble que debía pesar sus buenos kilos, de seguro, muchos más que ella, pues además de haber sido trabajado en madera maciza de pino recio, guardaba en su amplio interior, no comida de la que nunca andaban sobrados, sino ropa de desecho, velas desportilladas, y ollas y sartenes, regaladas por los feligreses, que enseñaban sus taras de vejez sin reparos al sentirse tan bien acogidas entre sus hermanos de pensión.

El sudor corría cubriéndola de una película cristalina y pegajosa, mientras toda ella tiritaba de emoción contenida, sus dientes temblequeaban y sus ojos estaban tan dilatados y llorosos que si se hubiera visto en un espejo habría gritado presa del temor no reconociendo el reflejo de su propia figura patética. Pero, para su satisfacción, tras el hueco que siempre ocupaba la alacena, ahora privada de su lugar original, nacía una hendidura de la pared, una grieta alargada y profunda, que escondía en su interior cartas y mas cartas, rosadas, blancas, amarillas y celestes, todas ellas con una caligrafía precisa en su frontal y un remite idéntico en su parte de atrás. Rosalía Gómez de Fuensanta. Camino Comarcal de Cienfuegos. Distrito Novodiego. Lima. Perú. No supo con certeza durante cuánto tiempo estuvo sin respiración, con los pulmones rechinando en silencio, el corazón palpitando un ritmo frenético y la cabeza estallando un solo de tambores sin fin. Sin darse cuenta sus manos atraparon una de aquellas cartas al azar y la leyó y después otra y más tarde otra gemela, hasta que todas sin excepción estuvieron empapelando el feo suelo con sus colores brillantes y sus noticias festivas sobre el paradero y suerte de su madre. Por ellas conoció más de su pasado en esos breves momentos de placer que en los doce años que había convivido con su tío. Se aprendió de memoria las fechas, los nombres, los lugares, los datos de la vida de su madre desde que la dejó al cuidado de su hermano mayor, hasta el fin de su correspondencia un año antes. Estrujó con el pensamiento cada uno de aquellas emociones recientes que atesoraría para siempre en su corazón y cuando más feliz estaba, vislumbró, entre la oscuridad que la recogía, la ultima de aquella serie de cartas secretas. Con mano insegura como presintiendo una desgracia, la cogió de su lecho oscuro, haciéndola nacer a una luz que entraba a raudales por la ventana de la cocina, inundando la estancia con el rubor del mediodía. La caligrafía no era tan puntiaguda como en las otras cartas, no reconoció en ella, aquellos errores ortográficos obvios hasta para una niña de esa corta edad descifrados sin ninguna dificultad en el resto de la correspondencia, aunque tampoco atesoraba entre sus trazos irregulares un corazón estremeciéndose a cada renglón, un espíritu aventurero y bondadoso, abriéndose como los pétalos de las rosas, al sentir la magia de los rayos de sol. A pesar de ello, las cuatro líneas que la componían desgarraron su alma para siempre con su mortal contenido, con una intensidad más absoluta y cegadora que todo el maremagnum colorista que conformaban los emotivos detalles, las vánales noticias, las sinceras confidencias y los cientos de pensamientos e ilusiones que su madre había expresado en aquellos folios emborronados con las lagrimas de la vida transcurrida. Su madre había muerto, una corta enfermedad la había privado al mismo tiempo de la luz y de sus exiguos ahorros, pero aun con el dolor de saberse vencida por la Canina, tuvo corazón para dedicar su ultimo susurro a su pérdida hija, para implorar su perdón por su abandono, rogándole que rezare al Cristo de las Penas, al que tan unida había estado durante toda su vida, por la salvación de su alma. Finalmente este último deseo se había cumplido, al llegar a manos de esta niña díscola y osada esta corta misiva. Pero ésta ,en vez de encontrar fuerzas en aquellas escuetas palabras para retomar una vida que una vez más le mostraba su cara más amarga, reconfortándose ciegamente en el amor de su madre, firme como el acero hasta sus últimos momentos, por el contrario, llevada por el camino ciego que ilumina el dolor, todo pasó a carecer de importancia, los hipotéticos castigos que su tío idearía si llegaba a descubrir que había profanado su secreto dejaron de ocupar el lugar más destacado en sus pensamientos , ya no le importó nada, ni los golpes como lenguaje común ,ni los insultos en la boca atrevida en el corrillo de los chiquillos, ni el desprecio o burla del pueblo a cada uno de sus pasos. Se limitó a vegetar entre esas frías paredes de piedra que rodeaban la casa parroquial con la silenciosa aprobación de su tío, que creía, que ,finalmente, las oraciones a Nuestra Señora habían conseguido el milagro de apaciguar el carácter fogoso de esa cría esmirriada y escurridiza, sin duda heredado de la pecadora de su hermana .Solo conservó , firmemente apegado a su corazón ,mas allá de todo el dolor, uno de sus antiguos hábitos: el visitar al Cristo de las penas, al padre que siempre permaneció fiel a su lado en los peores momentos de su existencia. Junto a Él recordó, los rezos de su madre de niña, las peticiones y lloros de aquella de adolescente que nunca se sintió amada, de aquella mujer que ya siendo hermosa en un pueblo pequeño creyó encontrar el amor en los brazos de un extraño, de aquella desesperada madre que tuvo que soportar el terrible dolor de entregar a su hija recién nacida en manos del hombre que la odiaba y juzgaba por su deshonor, pero con el que compartía sangre común.

El Señor de las Penas, El Cristo del Gran Dolor, compartió con ella todos sus recuerdos, y por las noches cuando la niña ,exhausta después de trabajar todo el día como la mujer que no era, se retiraba a su silencioso aposento, sin cortinas, sin muebles, solo compuesto por un jergón viejo y una silla desvencijada ,a descansar su cansado cuerpo, desde una ventana iluminada por la plateada luna, veía ,como un milagro nacido del amor del Cristo, llenarse el cuarto con la figura de su madre, su risa, sus sueños incumplidos, sus ilusiones perdidas y sus ojos de bondad. Ella la acompañaba hasta que el sol nacía mas allá de la ladera llena de olivos, por detrás del monte de la Piedad, solo entonces se marchaba, engalanada como una Reina con su sonrisa festiva, filtrándose a través de la ventana al compás de los primeros rayos dorados. Fue su voz dulce la que le habló por primera vez de la procesión del Cristo en el jueves santo. Fue ella quien la hizo abrir los ojos a la esperanza, quien la alentó a buscar la perdida correspondencia de años atrasamos allá de su partida del pueblo ,para ir cambiando su jergón de paja con este nuevo contenido, con los miles de sobres llegados de los más lejanos rincones de la tierra, pero con idéntico propósito: que el Venerado Cristo de las Penas volviera a salir en procesión ,como así fue durante décadas, por las calles sin iluminar del pueblo de Blanca Infante, extendiendo su bondad por sus callejas de piedra, empinadas al cielo, caminando con paso seguro por sus corazones sedientos, sacando a la luz de su mirada pura lo mejor de sus corazones...Ahora podía entender la niña las discusiones de su tío, el párroco, con el alcalde, este y no otro era el motivo de tales rencillas, pues podía estar segura que al igual que en la parroquia en la casa del Ayuntamiento había un arcón lleno de sobres de todos los colores y tamaños con idéntico deseo escondido en su interior, los renglones oscilaban, las caligrafías eran confusas, pero el Cristo de las penas estaba en cada una de las silabas que conformaban aquellas palabras, su espíritus bondad hecha obra anidaba en los corazones de los que debieron de marchar de su hogar para encontrar el futuro lejos. Los marginados ,los desterrados, los denunciados, los perdidos y jamás encontrados no podían olvidar su gracia para con ellos, su fidelidad incondicional mas allá de la distancia, por eso le reclamaban ,por eso querían que la antigua procesión de madrugada, que hacía más de quince años que no se celebraba volviera a recorrer las calles del pueblo que los vio nacer, con esa esperanza escribían sus cartas, aunque sospecharan el fin incierto que les podía aguardar no cedían en sus peticiones, y ahora estaba segura, hasta el alcalde deseaba la vuelta del Cristo de las Penas, para orar ante su imagen agradeciendo la curación de su hijo.

Pero el orgullo de su tío era inflexible, no podía perdonar a cada uno de aquellos, que como su propia hermana, habían descarriado el camino, a todos aquellos que habían torcido, lo que el creía la voluntad de Dios, para perderse en los infiernos de la locura terrenal. Por eso fue necesario que se escuchara la voz del Cristo, por eso fue preciso que su voz se alzase mas allá de los muros de la parroquia, llevado por las miles de voluntades de todos aquellos a los que había ayudado con su fe, y el Jueves Santo por la mañana, por la tarde y durante toda la noche, fueron llegando al pueblo cada uno de los que se habían marchado huyendo de la mala fortuna. Aparecieron en coches destartalados, en camiones de reparto, en motos, en bicicletas, andando, y hasta en mula de carga...todos con idéntica voluntad: sacar en andas al Cristo de las Penas para que repartiera su bondad entre las almas de Blanca Infante. Desde el ventanuco redondo de su habitacional niña los vio llegar por decenas, reían y lloraban, rezaban y cantaban, y ella misma ,medio dormida todavía, los acompañó en sus cantes, en sus rezos, en sus lagrimas y en sus risas, pues comprendió que era lo mismo ante los ojos de Dios cuando se tiene el corazón puesto en su nombre, produciéndose el milagro de que la estela de luz que sus corazones sembraban en el cielo los condujera hasta la ermita, ante la imagen del Cristo y en cada una de aquellas caras, de aquellos cuerpos, de aquellas voces, reconoció la dulzura de su madre y la bondad de su corazón puro.

Sin deshacer la magia con la pobreza de las palabras, subieron al Cristo en unas andas que habían traído para sacarlo en procesión, hechas con el material del que nacen los sueños, donde se vierten las esperanzas de cada día para continuar luchando por una vida mejor para los nuestros. A ellas se subió la niña impulsada por las voces de los que le acompañaban y desde alucón la sola compañía de la imagen del Padre querido, lo perfumó con la fe de los que le seguían y lo vistió con su inocencia y su pureza.

A la ermita se fueron acercando los fieles que desearon en tantos años ver al Cristo caminando entre ellos, allí encontraron a sus hijos perdidosa sus madres olvidadas y a sus hermanos fugitivos. Los abrazos se iluminaron con la sal de las lágrimas y el fuego de los corazones se fundió con la alegría de la bienvenida....el Cristo de las penas desde sus andas llevadas por sus leales, por los corazones más puros, sonreía iluminando con su bondad el corazón de aquellos que le seguían. Los tambores resonaban en la oscuridad de la noche para despertar a los dormidos, los rezos se elevaban en las almas y los hombres, mujeres y niños, se acercaban hasta el Cristo para depositar sus ofrendas de amor, pero en su cama vacía de amor, el tío de la niña, permanecía impasible a todo lo que sucedía a su alrededor, sin enterarse de nada, ni despertar a su sueño profundo.

El alcalde de la mano de su hijo, lloraba sonriente mientras presidia la procesión, con su mejor traje de fiesta y el bastón de las celebraciones, indicando el recorrido por callejas empinadas, por callejones estrechos sin luna, por casuchas cenicientas y pobres. La Señá Roberta, la navegante, sonreía luciendo una boca sin dientes, su cuerpo enorme e hinchado rebosaba humanidad y alegría, se había tocado con una mantilla que con la que había jurado enterrarse, la que no sacaría de su arcón de madera más que cuando viera la luz de los cielos, y ese día había llegado, no sabía si estaba despierta o soñando, pero estaba segura de que aquello era el cielo, con miles de almas bondadosas sonriendo gozosas ante la presencia de Dios. El señor Juan, con su bastón de encina vieja, retorcido y nudoso, como la vida misma, miraba los ojos del Cristo, olvidando el dolor de sus huesos, la cojera que siempre lo acompañaba, o las ilusiones rotas al cabo de los años. Hermenegilda, repeinada y pechugona, se personaba a cada instante, con ojos fervorosos y mirada festiva, atrás quedaban olvidadas las tristezas, porque el Cristo cargaba en sus espaldas las culpas, las penas ,los olvidos, las desilusiones, las ofensas, del pueblo entero, a su paso se llevaba en sus andas la miseria, la desgracia, la enfermedad, la ruina y dejaba, a cambio, la paz, la tranquilidad, la esperanza, la inocencia, la pureza...Muchas caras seguían sus pasos, muchos cuerpos iban tras su senda, una misma voz unida por la fe se elevaba cantando, rezando e implorando su bondad, aunque el párroco durmiera profundamente en su cama, y una niña subiera a los cielos ,acompañada por el amor del Padre que siempre la había querido, desde unas andas traídas donde se forjan los sueños, creadas con el calor de las ilusiones, la fe de los mayores y la ilusión en que el mañana nos sonreirá dondequiera que estemos.

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