lunes, 1 de abril de 2013
LIBERTERA
Tenía
cincuenta achacosos años que arrastraba con la misma desesperación que aquel
par de chancletas viejas, que ni mi madre ni yo misma, habíamos conseguido que
mi abuela abandonara al igual que la obligamos, en pro de la familia unida, a
dejar el pueblo en el que nació y al que tanto quería.
La revivo
siempre vestida de negro, como si todos los trajes fueran una prolongación del mismo.
Bajo él, la piel morena, arrugada hasta
el extremo, con surcos profundos que le recorrían la faz de un extremo a otro, componiendo paisajes imaginarios que me hacían
elevar el pensamiento con solo mirar su cara querida.
Presidiendo su
estampa, los ojillos relucían inquietos y negrísimos tomando personalidad
propia dentro del conjunto, coronado por un moño diminuto y grisáceo, que
lograba amansar pacientemente cada mañana sin necesitar la ayuda de un espejo, únicamente,
manejando con trabajosa habilidad el poquillo pelo que le quedaba, que como su dueña,
se conservaba en un afán rebelde, pegado firmemente al casco, tras pasar por el
tamiz de sucesivas peinadas. El resto de sus hermanos, caídos en la batalla,
quedaban abandonados en el peine de carey, recordándole a mi abuela que a pesar
de la bondad de su salud, la crueldad del tiempo también horadaba en ella.
Yo fui su
nieta favorita, aunque la verdad , es que tampoco tenía mucho donde elegir
, porque salvo mi madre que la arrastró
en su desesperación por encontrar el bienestar sin verle jamás la cara allá
donde óvanoslas demás hijas la olvidaron
, con la misma facilidad que se olvida todo aquello que dejas atrás perdido en pro de una mejor suerte. Nunca me
premió la vida con hermanos ni hermanas, así que mi abuela acostumbrada a la chiquillería
del pueblo , que solía arrasar su
pequeña casita en busca de las galletitas , rosquillos y demás delicias
cargadas de azúcar que sus manos expertas de mujer trabajada por la vida , sabían
confeccionar a la perfección , buscó en mi ,tras nuestra marcha con ella hacia
mejores destinos , la compañía infantil que tan tristemente había tenido que
dejar en su pueblo natal.
Siempre me
sentí una niña especial, tan mimada y
cuidada por ella, que considero una proeza que nunca haya tenido que visitar
un psiquiatra ,aunque por descontado elimino al instante en cuanto surge la
posibilidad ,que esa circunstancia haya perturbado mi estabilidad mental ,como
el perro Manfredo, como tengo por bien llamar a la bazofia con la que me casé ,
me acusaba una y otra vez en nuestras comunes disputas a causa de su afición
por cualquier tipo de bebida ,droga, o faldas, siempre que no fueran las miasma
pesar de ello, como la mente de los humanos no deja de ser un laberinto sin
comprensión, algunas veces después de aquellas acusaciones bajunas , pienso si
no hubiera sido mejor que la abuela se hubiera quedado en el pueblo , aunque al
instante , recuerdo las veces que ella y yo acompañábamos nuestra tristeza y
soledad con cuentos que aun atesora mi memoria ,canciones que de haber nacido ,
habrían acunado a mis hijos y de refranes, dichos populares y lemas ,que tortas
se darían catedráticos y psicólogos porque hubieran salido de sus cabezas y no
de la de una pobre mujer analfabeta como mi abuela. Tal vez por todo eso, no me
extrañó que a su muerte me llamara un abogado para decirme que la pequeña
casita del pueblo que tanto había amado mi abuela, era ahora miaga mi, en aquel entonces, me
importó un pepino, tal vez porque era demasiado joven para darle la importancia
que el hecho en sí tenía y a la vez, porque la perdida de mi abuela había
afectado seriamente mi línea de flotación espiritual, hundiendo mis sueños
infantiles de un solo torpedazo.
Al pasar los años,
y llegar algo parecido a la estabilidad, me empecé a cartear con un amigo de la
abuela, un señor mayor que se quedó encargado del cuidado de la casita tras
marchar mi abuela y que se me ofreció con la amabilidad propia de las gentes
del sur a hacer otro tanto por mí, si ese era mi deseo.
A lo largo de
todos esos años, como si se tratase de una tradición familiar que respetar, el
cuidado de la casita fue pasando de padre a hijo. Yo, cuando podía, que he de reconocer
que era de higos a brevas, les mandaba algo de dinero para que le echaran
encima y les permití, sin reembolso alguno, que la alquilaran a quien ellos
consideraran que la iba a cuidar bien, pero por lo demás, nunca deseé ir a
visitarla porque pensé que el espectro de mi abuela estaría allí esperándome
para reñirme por mi deserción de tantos años.
Nunca me
hubiera planteado siquiera la idea de
acercarme hasta aquel lugar perdido en la sierra gaditana, si no hubiera sido
por las complicaciones que atravesaron mi vida, convirtiéndola en un infierno
del que no sabía cómo salir...Todo empezó con el divorcio del perro Manfredo y
la salida a escena de todas las porquerías que en veinte pútridos años de
matrimonio se habían ido acumulando bajo
la alfombra nupcial. A esto se le unió la perdida de mi trabajo en la
editorial en la que había estado dando el callo durante mas de diecisiete años
por un reajuste de plantilla,...En resumen,
me quedó un poco de dinero, mucha mala leche que dar a diestro y
siniestro, y sobre todo, unas enormes ganas de perderme en el último lugar del
mundo hasta que se aclarasen mis ideas, y para ese fin ¿podía existir un lugar
mejor que Algodonales, el pueblo de mi abuela? Llegué en mi pequeño coche tras
perderme por las sierras escarpadas y rebosantes de vida una y otra vez, en un
intento loco e infantil de recordar el camino por medio de la memoria genética
heredada de mi abuela, ayudada por los retazos vividos, pero irreales, del
viaje de mi infancia para recogerla y llevarla a nuestro lado. De todas formas,
no me importó la posible pérdida de tiempo, porque el clima era magnifico; el
anuncio de la primavera había desatado
todos los aromas del bosque y el paisaje relucía en mil tonos verdes,
contrastando con las punzadas de color que regalaban las flores, mientras
entablaban una pacifica pelea en la que rivalizaban en hermosura, jactándose de
sus mil colores y múltiples formas a fin
de atraer la atención de los insectos que las llenarían de vida.
La casa de mi
abuela era una casona de pueblo, pequeña y cuidada, blanca como la leche y con
un tejadillo plano de un rojo fervoroso, que acababa en lo que me pareció una
terracita cubierta de macetas. Desde el frontal se podía ver la puerta, de
madera recia, y dos amplios ventanales, cubiertos por sendas cortinillas de ganchillo,
que debían su origen a la artesanal labor de unas manos expertas.
Me gustó en
cuanto la vi, y tomé la decisión de quedarme; la acomodaría a mi gusto y pasaría
una larga temporada en ella.
Estaba
intentando bajar las maletas del techo del coche, cuando sentí tras de mí, la
llegada de unos pasos recios y seguros. Me volví y vi una figura masculina, que
me miraba intentando descifrar lo que mis pensamientos ocultaban. Se presentó
tendiendo una mano callosa y firme, llamándome por mi nombre y reconociéndome
como nieta de la Libertera. Este apelativo me sorprendió, no sabía que tuviéramos
un mote en el pueblo, pero el hijo del hombre que siempre se había encargado de
cuidar la casa de la abuela me dijo sonriendo enigmáticamente, que tiempo tendríamos
de conocernos y contarme el porqué de aquel nombre.
Como la casa
estaba perfectamente acondicionada para quedarme en ella, decidí instalarme de
inmediato e intentar con ello darle un nuevo giro a mi vida. Había traído de
Madrid las pocas cosas que había conseguido arrebatar a la codicia del perro Manfredo,
con ellas a mi alrededor me sentía bien ,por primera vez en mucho tiempo. Sin
embargo a medianoche tuve la primera pesadilla en aquellas tierras, a la que
siguieron en las noches posteriores, como hermanas bien adiestradas, una por
noche, cada cual peor que la anterior, aunque siempre con el mismo argumento:
No podía
olvidar aquellas escenas que se repetían noche tras noche e indagué por el pueblo,
así me enteré de la matanza cometida por los franceses durante la guerra de la independencia,
pero aun no tenía claro quién era la chica y por qué se me aparecía en sueños.
Tan desesperada estaba que decidí excavar el jardín en un presentimiento tan
fuerte como absurdo, de que ahí encontraría la respuesta a mis dudas. Casi
cuando todo el jardín estaba levantado y los vecinos empezaban a mirarme como
un bicho aun más raro, hallé una pequeña cajita de hierro completamente oxidada,
que solo con el roce suave de la brisa se caía a pedazos. El hombre que me había
recibido a mi llegada, al que avisé de mi hallazgo por teléfono, me ayudo a
abrirla y sacar su contenido. Estaban dentro de ella los pendientes que vi a la
chica guardarse antes de los disparos y las explosiones, unos antiquísimos
corales engarzados en oro, acompañados como fiel mortaja por una pequeña
libreta en la que Adela había apuntado los días en los que tras la huida de
Algodonales el 2 de mayo de 1810, encontró un hogar y unos amigos en lo más
escarpado de la sierra con Cristo, el guerrillero que la había salvado y sus bandoleros.
Allí tuvo al hijo de Francisco Jiménez , al que llamó Francisco el libertero,
,al que al poco de nacer y para su seguridad, dejó al cuidado de una mujer en
el pueblo para seguir combatiendo hasta expulsar al ultimo francés de suelo español,
como había jurado a la muerte de su amado.
Y por último,
pegada por el tiempo y teñida de amarillo, estaba una carta de su puño y letra
en la que decía:
"Nunca descansaré
en paz hasta que mis restos acompañen a los de Francisco Jiménez, al que amé y amaré por encima del tiempo y la
razón".
Firmaba como
“Adela la Libertera”.
Mi amigo y yo
buscamos su cadáver durante días, hasta que en una tarde soleada de primeros de
mayo, apareció un pequeño esqueleto que conseguimos trasladar al cementerio, para, usando los permisos oportunos, enterrar junto a Francisco Jiménez, muerto por la
independencia y libertad de su tierra.
Desde entonces
llevo con orgullo mi mote de Libertera , al mismo tiempo, que lucho cada día
para honrar la memoria de una mujer valiente que creó mi familia , gracias
a su coraje, esfuerzo y arrojo, y a la
que debo mucho más que el nombre que procuro llevar con la dignidad que se
merece, Adela, de la que aprendí que existe en cada uno de nosotros una fuerza
interior que nos ayuda a luchar por la vida y la libertad de nuestro pueblo,
por lo que perdimos y por lo que deseamos hallar.
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